lunes, 23 de abril de 2012

Los cambios son la muerte

Yo te invoco, espantoso lector de mandíbulas prominentes y rasgos degenerados de una raza demasiado mestiza para ser bella! Tú eres mi hermano, mi amigo, mi único confidente! Abrázame y enjuga tus lágrimas en estos músculos que supieron hostigar al más vil de los fenicios!
Me alimento de tu resentimiento, porque he aquí al Padre del Hombre, al que los siglos no pudieron enterrar en sus mausoleos de granito,ni los sepultureros con sus furiosas e implacables palas!
La piedad, ese tufo que se respira en las iglesias más alejadas de la santa capital, contaminó las gloriosas paredes de la grandeza y es así como hemos caído en la concupiscencia, la imbecilidad y la decadencia.
Se escuchan gritos de monos por las calles y el terror impera en el fondo del inodoro.
No es época de dioses y monstruos, sino de dioses-monstruos como esas lauchas que caen de los árboles en la plazita de Roberto Arlt o esas avispas que, con su aguijón sodomita, consiguen extraer la virilidad al más incauto de los mortales.
Entonces, lloremos juntos.