lunes, 29 de octubre de 2012

Me levanto con tristeza. Es un domingo. Pienso en la vida, que anduve siempre por los pasillos, con miedo a golpear la puerta. Los escondites, escondrijos, resquicios ocultos siempre guardaron promesas de decrepitud más certeras que las puertas, las ventanas y las terrazas. Hay una sensación de impasibilidad y de abarrotamiento que recubre la costra de la humanidad, el caparazón de las verguenzas ajenas o propias, la tesitura rígida de una depravación inconfensable.
Al costado, mi novia sigue durmiendo. Pienso en la primera vez que la vi, pero esto es mentira: es imposible recordar "ese" momento, sólo recuerdo-malamente, ficcionalmente-un encadenamiento de situaciones que se relacionan con esas primeras miradas esquivas, de agazaparse al costado del deseo.
No es la misma cara, ni la misma voz, ni el mismo peinado, ni las mismas actitudes. Su aureola inmaculada rodó por el piso, la transfiguró. Ahora es una persona más alegre, más decidida (es lo que quiero creer: que mi acompañamiento le dió fuerzas, energía, vitalidad). Pero es otra persona, no la reconozco. Sí la conozco, después de tanto tiempo, ahora la conozco pero no es la misma persona, nunca lo fue.
Uno se enamora de fantasmas, de espíritus, de vírgenes muertas que recorren las noches invernales dejando flores en los cementerios y regalando besos a los mendigos.

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